Es curioso que, en un período como el que ahora vivimos, amenazados por todo tipo de plagas, una novela como esta, escrita en un tiempo hoy olvidado, en circunstancias tan distintas y con el pretexto de otra enfermedad mortal, suscite situaciones y reflexiones de tan acuciante actualidad. Porque lo que trasciende fundamentalmente hoy de Pabellón de Cáncer es una verdad muy simple y, en principio, conocida por todos: la de que todos somos iguales ante la muerte. Iguales son incluso el joven Kostoglótov, un deportado con gran capacidad crítica, en el que no cuesta reconocer al propio autor, y el funcionario Rusánov, miembro del partido y delator implacable de los «enemigos del régimen». En torno a ellos, todos los demás personajes, grotescos y tiernos, confinados entre cuatro paredes en circunstancias extremas, encarnan la evidencia de que el odio, el amor, el resentimiento, la envidia o las relaciones de poder y sumisión siempre tendrán, mientras haya vida, su razón de ser.