La frantumaglia

Los libros son organismos complejos, las líneas que nos turbaron profundamente son el momento más intenso de un terremoto que el texto desencadenó en nosotros desde las primeras páginas

Nunca he escrito para ganarme la vida. Escribo para testificar que he vivido y que he buscado una medida para mí y los demás, dado que los demás no podían o no sabían o no querían hacerlo. Ahora bien, ¿qué es eso sino soberbia? ¿Qué otra cosa es sino decir: vosotros no sabéis veros ni verme, pero yo me veo y os veo? Así que no, no hay escapatoria. La única posibilidad es aprender a poner en su sitio al propio yo, volcarlo en la obra y apartarse, aprender a considerar la escritura como aquello que se separa de nosotros en cuanto queda concluida; uno de los muchos efectos colaterales de la vida activa.

A mí me parece inevitable vivir al borde del caos, es lo que le toca a quien siente —y quien escribe no puede evitar sentirlo— el equilibrio precario de todas las existencias y de todo lo existente. Es justo y estimulante tener siempre presente que si ahí, en ese lugar determinado, las cosas más o menos funcionan, en otro lugar no funciona nada y el desequilibrio lejano es la señal de un hundimiento que pronto nos afectará.

El hecho nuevo no es que el milenio se inaugure con el notable aumento de las diferencias entre ricos y pobres, digamos que ese es un dato de sistema. El hecho nuevo es que los pobres no tienen más horizonte de vida que el sistema capitalista ni más horizonte de redención que el religioso. La religión es ahora la que administra tanto la resignación en vista de un reino de dios en los cielos, como la insurrección en nombre de un reino de dios en la tierra.

Me inclino por las sufridas, por las que nacen después de una crisis profunda de todas nuestras ilusiones. Amo las cosas falsas, fingidas, cuando llevan los signos de un conocimiento de primera mano de lo tremendo y, por tanto, la conciencia de que son falsas, que no aguantarán los embates por mucho tiempo. Los seres humanos son animales de gran violencia, y resulta aterradora la pelea que siempre están dispuestos a desencadenar con tal de imponer el propio salvavidas, eterno y redentor, y despedazar el de los otros.

En cambio, me atraen las imágenes de crisis, de sellos que se rompen, tal vez los desbordamientos vengan de ahí. El desbordarse de las formas es un modo de asomarse a lo tremendo, como en las Metamorfosis, de Ovidio, como en la de Kafka o en la extraordinaria La pasión según G. H., de Lispector.

¿Contaremos con más diligencia culta y menos inteligencia? Digamos que, en general, me cautivan más quienes producen ideas que quienes las comentan. Me sentiría mejor en un mundo de creadores imaginativos productores de grandes ideas; sin embargo, debo reconocer que me parece una meta formidable.

Y hablo del pasado, de eso que en sentido lato llamamos tradición, hablo de cuantos han estado en este mundo antes que yo y que han actuado y actúan hoy a través de nosotros. Guste o no, todo nuestro cuerpo lleva a cabo una fulgurante resurrección de los muertos precisamente mientras avanzamos hacia nuestra propia muerte.

Para quien escribe no hay persona relevante que se resigne a callar de manera definitiva, aunque desde hace tiempo hayamos interrumpido toda relación por rabia, por casualidad o porque su tiempo había terminado. No consigo pensar en mí sin los demás, y mucho menos escribir.

Son las personas que nos aman o nos odian o aquellas a quienes inspiramos ambos sentimientos las que mantienen unidos los mil fragmentos de los que estamos hechas.