La autoridad sobre los hombres no puede surgir de los hombres. Tampoco de una mayoría sobre una minoría, pues la historia demuestra, casi en cada página, que con mucha frecuencia la minoría tenía la razón. Y, por tanto, a la primera declaración calvinista de que sólo el pecado hizo necesaria la institución de gobiernos, añadimos esta segunda declaración no menos impactante, a saber, que toda la autoridad de los gobiernos en la tierra se origina únicamente en la soberanía de Dios. Cuando Dios me dice: «Obedece», entonces yo humildemente inclino mi cabeza, sin comprometer en lo más mínimo mi dignidad personal como hombre. En la misma medida como usted se degrada cuando se inclina ante un hijo del hombre, así usted se eleva cuando se somete a la autoridad del Señor del cielo y de la tierra.
Así dice la Escritura: «Por mí gobiernan los reyes»; o como declara el apóstol: «Las autoridades que están, son ordenadas por Dios. Por tanto, el que resiste contra la autoridad, se opone a las órdenes de Dios». El gobierno es un instrumento de la «gracia común» para contrarrestar todo libertinaje y transgresión, y para proteger al bueno contra el malo. Pero el gobierno es incluso más que eso: es instituido por Dios como Su siervo, para proteger de la destrucción total a la obra gloriosa de Dios consistente en crear la humanidad. El pecado ataca la obra de Dios, el plan de Dios, la justicia de Dios, la honra de Dios, como el arquitecto y constructor supremo. Así, estableciendo las autoridades para mantener por medio de ellas Su justicia contra los intentos del pecado, Dios dio a los gobiernos el terrible derecho sobre vida y muerte. Por tanto, todas las autoridades que existen, sea en forma de imperios o de repúblicas, de ciudades o de estados, gobiernan «por la gracia de Dios». Por la misma razón, la justicia tiene un carácter santo. Y por el mismo motivo, cada ciudadano es obligado a obedecer, no sólo por el temor al castigo, sino por causa de su propia conciencia.