Leemos en el libro del Éxodo que Jehová llamó a Moisés a la montaña. Moisés subió a la montaña y penetró en la nube que cubría la cúspide. Esperó la voz divina, pero Dios no habló.
Moisés esperó una hora entera, esperó un día; Dios no hablaba. Esperó otro día; Dios guardaba silencio. Un tercer día, un cuarto día, Moisés esperó toda una semana. El séptimo día, Dios habló.
No se hace venir a Dios como se llama a un ordenanza. Para oír la voz de Dios hay que saber esperar. Moisés esperaba sobre la montaña; ¿qué hacía entonces en aquel momento? Nada; esperaba. ¿Era que no tenía nada que hacer? ¡Ya lo creo! La Historia no lo oculta: apenas se alejaba, todos esos judíos, en la llanura, se peleaban. Moisés, sin embargo, se queda en la montaña; se queda, pierde el tiempo, según el lenguaje de hoy: se queda porque espera la voz de Dios.
El séptimo día, Dios habla.
¿No oís nunca la voz de Dios? Si vosotros hubierais subido a la montaña, a la media hora hubierais dicho: «Esto no vale», y hubierais vuelto a bajar.
Tengo una devoción especial por el anciano Simeón, porque había llegado al límite de la edad, nos dice el Libro Santo, esperando la consolación de Israel. Y la reconoció cuando sus padres lo trajeron al templo, la reconoció en el Niñito tan sencillo en el que los demás no veían nada… Y los Magos, ¿creéis que hubieran visto la estrella si no se hubieran quedado a veces en la azotea de su casa mirando al cielo?