Sócrates continuó bebiendo hasta apurar la última gota de cicuta.
—¿Qué hacéis, amigos míos? —Le entregó la copa al verdugo—. ¿No habéis oído decir que es preciso morir oyendo buenas palabras? Vamos, mostrad mayor firmeza.
Algunos consiguieron contenerse, otros se dieron la vuelta y siguieron llorando. Sócrates empezó a caminar pausadamente de un extremo a otro de la celda. Sus discípulos se apartaron para no entorpecerlo, excepto Critón, que se puso a caminar a su lado derramando lágrimas silenciosas.
Sócrates continuó andando hasta que de pronto le fallaron las rodillas. Critón se apresuró a sostenerlo y lo acompañó con cuidado hasta el lecho, donde su amigo se tendió boca arriba. El verdugo esperó un momento y presionó uno de los pies del filósofo.
—¿Sientes esto?
—No.
Esperó un poco más y le apretó por encima de la rodilla.
—¿Notas algo?
—No siento nada.
El verdugo miró a Critón.
—Cuando llegue al corazón, Sócrates dejará de existir.
Critón contempló aterrado el rostro de su amigo, que miraba ensimismado hacia el techo de la celda. Poco después, Sócrates intentó mover los brazos sin conseguirlo y desvió la mirada hacia Critón.
—Es mejor que me cubráis —dijo con suavidad.
Colocaron la sábana por encima de su cabeza, tan sólo asomaban algunos cabellos blancos. Al cabo de un momento, su cuerpo se agitó con una breve convulsión.
Critón apartó la sábana y fue incapaz de reprimir un sollozo.
Alargando la mano, cerró los ojos sin vida de Sócrates.