Sin saber lo que hacía, sin critica ni sospecha, hizo lo que el instante de dicha exigía de él, danzó su devoción, rezó al sol, confesó en rendidos movimientos y ademanes su alegría y su respeto, su fe vital y su piedad, ofrendó orgulloso y humilde a la vez su alma piadosa al sol y a los dioses en su danza, y al mismo tiempo también al admirado y temido, al sabio y músico, al maestro del mágico juego que llegara de misterioso país, a su futuro educador y amigo.