En un Londres neblinoso y enfangado, un pleito se eterniza en el decadente Tribunal de la Cancillería. La anquilosada maquinaria judicial asiste al paso de generaciones, al suicidio o al enloquecimiento de algunos querellantes, al enmohecimiento de las posesiones y a la ruina material o espiritual de incontables individuos con una impasibilidad que llega a lo cruel.