A pesar del miedo que provoca lo desconocido, el placer de lo que constituye un primer orgasmo fue más intenso que el recelo de saber qué era esa carne que poco a poco colgaba de mi vagina.
Aunque con los años esto fue un ritual que se abría hacia las noches. El frote constante en las almohadas, las manos moviéndose vertiginosamente dentro del calzón. Me seguía aterrando la magnitud de mis carnes, sobre todo después de una clase de Educación Física. La profesora, en una charla improvisada sobre sexualidad, nos propagaba el miedo con la menstruación. Bueno, no solo con eso, sino también con la bestia que nos habitaba bajo la falda. Esa vez dijo: «Las mujeres enfermas, a las que llaman lesbianas, tienen una especie de pene que meten en las vaginas de otras mujeres». Sin conocer aún otras vaginas, tocaba y sentía mi clítoris y mis labios demasiado grandes. Me sentía rara, extraña. Entonces pensaba: «Obviamente soy lesbiana», y me avergonzaba contar la verdad de mis carnes.