La “democracia” que disfrutamos parece querer cubrir con un tupido velo lo que fue el servicio doméstico, un resto de esclavitud que en este país se mantuvo vigente hasta 1985, pues fue en ese año que los socialistas promulgaron un amago de ley que recogía unos mínimos derechos.
Estando los Beatles de rabiosa actualidad, las criadas españolas (en aquellos momentos no había extranjeras) salían a la calle las tardes de jueves y domingos, después de recoger la cocina del mediodía, para estar de vuelta a las diez. Todas, o casi todas, habían sido reclutadas en pueblos o aldeas siendo aún niñas con apenas estudios y sin ningún oficio. Eran las condiciones más idóneas para poder domesticarlas. A nadie ha de extrañar, por tanto, que las criadas, por no tener ni tan siquiera tuviesen conciencia de clase, eso estaba al abasto del obrero porque iba a parar a barrios donde convivía con gente, más o menos de su condición y, sobre todo, porque no trabajaba solo, sino con compañeros.
Tal estado de cosas ocurría con la connivencia de la Iglesia que, sobre este colectivo de mujeres, ejerció un paternalismo mezquino con lo cual las criadas nunca merecieron figurar entre el sector que compasivamente denominan marginados. Convenía que las criadas fuesen consideradas tontas útiles, indignas de un destino mejor.