ntaria, es decir, la duda sobre la capacidad de protección por parte de las propias mujeres. Esta duda incrementa el «miedo a la soledad», que en el comentario de referencia aparece asociada con la «soledad masculina». Grande suele ser la sorpresa cuando la vida pone a las mujeres en situación de descubrir que la misma capacidad con que han sabido proteger muy eficientemente a otros (a menudo a sus hijos) resulta igualmente efectiva cuando la ponen a prueba para sí mismas.
No resulta difícil ver en este ejemplo cómo es posible creer que la simple presencia de un varón es garantía de compañía y de esa manera confundir compañía con soledad. Cuando la soledad se define por la ausencia física de «un otro», la compañía termina siendo una simple «presencia» que llena espacio pero no cubre la función. Si a eso le agregamos que algunas mujeres han sido educadas con la idea de que corresponde poner en manos masculinas sus capitales (sean estos económicos, afectivos o laborales) se produce un enredo mayor, pues quedan desprovistas de los apoyos con los que, habitualmente, es posible consolidar una compañía genuina sin dependencias extorsivas. A continuación pasaré a revisar algunas situaciones concretas donde la soledad queda disimulada pero no resuelta. Voy a incluir varias soledades de las que «no se habla» y pasan inadvertidas