No hay ningún revolucionario que haya intentado seriamente definir las condiciones de equilibrio económico del régimen social que preconizaba. En cuanto a los no revolucionarios, la polémica hizo de ellos contrarrevolucionarios ansiosos, no de estudiar la realidad que tenían delante de sus ojos, sino de cantar sus alabanzas.
Hoy en día padecemos, en todos los campos, esta falta de probidad intelectual que, además compartimos en mayor o menor medida. Bien es cierto que poseemos una suerte de sucedáneo barato de esta noción de equilibrio económico. Se trata de la idea —si es que podemos utilizar esa palabra— de equilibrio financiero. Es de una ingenuidad que desarma. Se define con el signo igual puesto entre los recursos y los gastos, evaluados unos y otros en términos contables. Aplicado al Estado, a las empresas industriales y comerciales, a los simples particulares, este criterio parecía antiguamente aplicarse a todo. Y constituía, al mismo tiempo, un criterio de verdad.