Relatos de Godofredo Daireaux
Prólogo
I. LOS DUENDES DE LA COLORADA
En la inmensa llanura entapizada de pajonales matosos, traicioneros encubridores de vidas acechadoras y de muertes ignotas; sin más atenuación a su tétrica soledad que unas cuantas miserables chozas de techo de paja perdidas entre los juncales, existió, por mucho tiempo, una estancia misteriosa. Ocupaba una pequeña loma, larga y angosta, rodeada de cañadones sin fin y oculta, casi siempre, entre brillazones engañosas.
La llamaban “la Colorada” porque en el horizonte, relumbraba a menudo como siniestra llamarada de incendio o roja mancha de sangre: “Por ser el techo de teja”, decían algunos; pero, sin incendio ni sangre, no puede haber reflejo a sangre ni incendio.
Establecimiento primitivo, aglomeración de ranchos, ramadas y ombúes, con corrales de palo a pique y montecito de sauces, sus haciendas —afirmaban los que decían haber cruzado su campo—, eran todas ariscas y bravías, cuidadas por unos gauchos temibles, de poncho y chiripá, botas de potro y grandes espuelas, armados de cuchillos enormes, enemigos acérrimos del extranjero, refractarios a toda civilización.
Sobre su dueño corrían entre la gente mil historias. Para muchos era el mismo Mandinga en persona, y nadie más; otros decían que allí tenía su morada un duende matrero, caudillo de antaño, sanguinario y burlón, quien —lo mismo que cuando estuviera en vida—, por puro capricho de loco omnipotente, humillaba a sus víctimas, antes de degollarlas.
De “la Colorada” salían entre alaridos huestes devastadoras. Sus sangrientas fechorías, en forma de revoluciones políticas se sucedían casi sin interrupción; del Sud pobre y rudo, se extendían al Norte fértil, llenándolo todo de crímenes y de sangre, atajando la inmigración, anhelosa ya de traer al país la fuerza de sus brazos, la ayuda de su labor, la luz y la riqueza. Todo era caos, noche, tempestad.
Se disputaban la palma de la destrucción y del atraso el salvajismo político y el salvajismo del indio. La justicia parecía tener por misión castigar a la gente buena y recompensar a los criminales. Gobernar consistía en dominar por el terror o por el hambre a los contrarios, a los que habían dado… o vendido su voto al candidato vencido.
De rojo subido se ponía, en ciertas ocasiones, el espejismo de “la Colorada” y el pueblo atemorizado veía en ello el signo fatal de nuevas calamidades inmerecidas, obra de algunos desalmados cuya ambición venía a impedir el desarrollo de la prosperidad nacional…