En las agendas de seguridad de algunos países de América Latina y el Caribe, el tráfico de drogas ilícitas y el crimen organizado constituyen una de las mayores amenazas contra el Estado y la democracia (Aravena y Jarrín, 2004; Benítez, Celi, y Diamint, 2009; Niño, 2011; Garzón, 2013). El tema también se convirtió en un eje de la agenda de Estados Unidos con la región. El régimen internacional de prohibición de drogas y la lucha contra el narcotráfico se han caracterizado por un enfoque punitivo y de coerción, una política que ha mostrado ser inefectiva y cuyos efectos han sido contraproducentes, generando incluso más daños que el problema que busca combatir. Después de más de dos décadas de una “guerra” que ha dejado una estela de violencia, pobreza y corrupción, el problema no solamente continúa, sino que se asiste a la transformación de las redes criminales que se difunden por toda la región y se vinculan con otras economías ilícitas (Garzón, 2013). Varios países de América Latina no sólo han hecho parte de esta “cruzada contra las drogas”, además han sido su escenario principal, sufriendo así los mayores costos de esta política.