Moulian tiene una clara vocación de aguafiestas en un país que, sin embargo, no destila gota alguna de alegría, satisfecho de vivir el tango de una existencia discreta y, lo que resulta peor, aburrida. Somos hijos del bostezo. La fiesta chilena que desmitifica Moulian, a la cual no todos están invitados, constituye en rigor el espectáculo de una sociedad tercermundista, atrasada a pesar de sus presunciones zoológicas, que se consume a sí misma a través del deseo de tener. No recuerdo si Marcuse, en sus pesimistas hipótesis de los años sesenta, incluía la situación de los países periféricos. En cualquier caso, hoy Moulian da cuenta de ese estado de las cosas respecto a Chile, subrayando como símbolo la presencia del mall, santuario mayestático del consumo, que hace ricos y pobres, como en las hermosas películas, una familia bienvenida. Lamentablemente, el país es otro. Es quizás el país sin nombre que señalaba la Mistral, escondido en cada uno, donde perseveran de la dictadura, al igual que una herida en el alma, las contradicciones de una realidad enferma, no obstante que, como dicen los entendidos del neoliberalismo, unos profesos y otros vergonzantes, la fiesta promete seguir siendo buena, hoy, mañana y pasado en sesión continua. Dulce patria recibe los votos.