En 1871, los obreros de París rompieron su silencio y procedieron a:
[…] abolir la propiedad, ¡la base de toda civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. Aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son ante todo medios de sometimiento y explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado.
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La Comuna acabó en un baño de sangre, por supuesto. La verdadera naturaleza de la «civilización» que los obreros de París habían tratado de abolir con su ataque a «los cimientos mismos de la sociedad» salió de nuevo a relucir cuando las tropas del Gobierno de Versalles reconquistaron al pueblo la ciudad de París. Como escribe Marx, con tanta amargura como acierto:
La civilización y la justicia del orden burgués se exhiben en todo su siniestro esplendor dondequiera que sus esclavos y sus parias osan rebelarse contra los señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que realmente son: salvajismo descarado y venganza sin ley. […] las virulentas hazañas de la soldadesca reflejan el espíritu innato de esa civilización, de la que es el brazo vengador y mercenario. […] La burguesía del mundo entero, que asistió complacida a la masacre que puso el broche a la batalla, se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa [ibid., pp. 74, 77].