—La mujer de mi primo tiene un hermano que estuvo destinado en Galitzia. Allí perdió un ojo y media nariz. Ahora lleva una prótesis facial horrenda.
—La historia de ese tipo no nos interesa. Ve al grano —le ordenó Kolja.
Simon bebió un trago y miró sorprendido a su jefe.
—Buen material.
—Estás aquí para hablar, no para emborracharte. Así que…
Simon vaciló y respiró hondo.
—El caso es que… —empezó—, el hermano de la mujer de mi primo dice que circulaban rumores sobre atrocidades. Cosas horribles. Se decía que un grupo de soldados del Ejército Imperial y Real masacraron a civiles. Mujeres, viejos y niños. Incluso niños de pecho. Que les hicieron unas cosas tan brutales que habrían horrorizado al mismísimo Belcebú. Uno de ellos era tan cruel que se ganó el apodo de la Bestia de Leópolis. Al parecer, incluso sus camaradas lo temían. Lo que más le gustaba era rajar la barriga de las mujeres…
—Y los hombres de la fotografía… —Emmerich fue comprendiendo a dónde quería ir a parar Simon—… eran ellos. —Simon vació su vaso y se levantó—. ¿Puedo irme ya? Tengo trabajo. Está a punto de llegar una nueva entrega.
Kolja asintió con un gesto, y Simon iba a despedirse cuando Emmerich lo retuvo.
—¿Cuál? —le preguntó—. ¿Cuál de ellos era la Bestia? —Empezaba a adivinar por qué habían vuelto irreconocible una de las caras de la fotografía.
Simon se encogió de hombros, y antes de que Kolja o Emmerich pudieran decir nada, desapareció.
Emmerich, que se sentía como si lo hubieran atropellado, respiró hondo. Criminales de guerra. Según se rumoreaba, los hombres que él consideraba víctimas dignas de compasión, y por las que había arriesgado la vida, eran criminales de guerra. Era un giro que no había previsto.