El dolor sería demasiado grande, demasiado inmenso para sentirlo, así que te lo tragarías, lo reprimirías, lo enterrarías. Con el paso del tiempo perderías contacto con el origen del trauma, disociarías las raíces de su causa y lo olvidarías. Sin embargo, un día todo ese dolor y esa ira se inflamarían como el fuego que sale del vientre de un dragón… y cogerías un arma. No volcarías esa ira sobre tu padre, que ya estaría muerto y olvidado y fuera de tu alcance, sino sobre tu marido, el hombre que ha ocupado ese lugar en tu vida, que te ha amado y ha compartido tu cama. Le pegarías cinco tiros en la cabeza, tal vez sin siquiera saber por qué.