Cuando resulta que los deseos de alguien son incompatibles con los nuestros, es cierto que pueden parecer repulsivos o desacertados. Pero si intentamos rechazarlos o juzgarlos repetidamente, les concedemos la facultad de avergonzarnos y tener poder sobre nosotros, por no hablar de que nos aislamos de los riesgos que conlleva nombrar nuestros propios deseos, o incluso admitir que deseamos.