A los diez años mis pensamientos suicidas se basaban en un sólo modus operandi, la defenestración. Pensaba en lo fácil que sería subirme a una silla, abrir la ventana y dejarme caer al vacío. Me encantaba imaginarme flotando libre, en unos segundos que se harían eternos mientras la fricción del viento en mi ropa y mi rostro me envolvería para de repente sumergirme en el silencio y la oscuridad más absolutos.'