El silencio de las mujeres

Una cosa sí que sé: que no querrán para sí una realidad recrudecida a base de esclavitud y conquista. No querrán oír hablar de las masacres de hombres y niños, de la esclavización de mujeres y niñas. No querrán saber que vivíamos en un campamento en el que los violadores campaban a sus anchas. No, mejor querrán que los solacen con algo menos fuerte, para empezar. ¿Una historia de amor, quizá? Tan solo espero que logren averiguar quiénes fueron los amantes.

Esta es la historia de Aquiles. La suya, no la mía. Y acaba en su tumba.

Alcimo ya está aquí, me tengo que ir. Alcimo, mi marido. Puede que sea un poco tonto, pero, como dijo Aquiles, es buena persona. Además, hay cosas peores que casarse con un tonto. Así que le doy la espalda al túmulo funerario y dejo que sea él el que me lleve hasta los barcos. Hubo una vez, no hace mucho tiempo, que no quise ser parte de la historia de Aquiles, estuve a punto de emprender la huida y fracasé. Ahora, mi propia historia puede comenzar

El gran Aquiles. El genial Aquiles, el deslumbrante Aquiles, el divino Aquiles... Cómo se amontonan los epítetos. Pero nosotras no lo llamábamos así; lo llamábamos el Carnicero.

Una cosa sí que sé: que no querrán para sí una realidad recrudecida a base de esclavitud y conquista. No querrán oír hablar de las masacres de hombres y niños, de la esclavización de mujeres y niñas. No querrán saber que vivíamos en un campamento en el que los violadores campaban a sus anchas

Alcimo casi había llegado a lo alto del promontorio, y yo seguía sin dar con la manera de decir adiós. Pensé: «Imagina, imagínate, solo por un momento, por un único instante rescatado al paso de los siglos, que los escurridizos dioses cumplen su palabra y le otorgan a Aquiles la gloria

Pero entonces sentí que mi bebé daba una patada. Apreté fuerte la mano contra el vientre y me alegré de haber elegido la vida

O de Políxena, apenas hace unas horas («Mejor morir en el túmulo fúnebre de Aquiles que vivir siendo una esclava»). Allí estaba yo, azotada por el viento frío; y me sentía de inferior calidad, plebeya y degradada, en comparación con su fiera pureza.

Es buena persona. Te tratará bien. Y cuidará del niño». Esa voz, siempre tan dominante, acalla todas las otras voces

ya crecerían arbolitos en los desagües, en avanzadilla de un bosque que, algún día, reclamaría esa tierra como propia. Y, en la playa misma, nada quedaría, nada; solo algún que otro madero, de marfileña blancura, lavado por el sol. Y, aun así, seguirían en pie las torres de Troya, quebradas, renegridas

—A ellos no les importa —sostuvo, refiriéndose a los muertos—. No les importa si el funeral es grande o no. Eso es solo para los vivos. A los muertos no les importa.

Luego quedó callada. Todas callamos, aunque la cosa cambió en cuanto volvieron Alcimo y Automedonte.

—Tenéis que salir de aquí ya —le dijo Automedonte a Hécuba, con voz alta y clara, como si pensara que estaba sorda o demente—. Odiseo va a zarpar.

Odiseo le había matado el nieto, y ella era ahora la esclava de Odiseo. Vi cómo dos mujeres la ayudaban a levantarse. Tenía un aspecto tan frágil, tan demacrado (como una hoja en invierno, cuando los temporales la han reducido a lo marchito de sus venas). De verdad pensé que no llegaría viva a los barcos. Eso esperaba, por su propio bien.

Llegaron más guardias, y no tuvieron ningún cuidado, ni consideración hacia la edad y la debilidad de las mujeres. Las hacinaron de malos modos en la explanada y las pusieron en formación, para poder distribuirlas en los barcos. Eché a andar en la dirección opuesta, decidida a ver por última vez el túmulo funerario, pero uno de los guardias interpuso la lanza, y tuve que dar marcha atrás.

—¡Oye, tú! —Oí que le dijeron al guardia—. ¿Qué te crees que estás haciendo? Esa es nada menos que la mujer de Alcimo. —Y el guardia bajó la lanza en el acto.

Así que gozaba de libertad para volver al túmulo funerario. Sabía que tenía que hacer una cosa más antes de irme. El cuerpo de Políxena estaba donde cayó. El viento le zarandeaba el manto blanco, el mismo viento que nos llevaría lejos de Troya. Me armé de valor y le di la vuelta. Parecía que tuviera dos bocas, con aquella herida tan profunda en la garganta, y las dos mudas.

«Las mujeres están más guapas calladas».

Despacio

—A ellos no les importa —sostuvo, refiriéndose a los muertos—. No les importa si el funeral es grande o no. Eso es solo para los vivos. A los muertos no les importa.