llevaba un silenciador en la pistola. Una lección aprendida del tan emocionante ensayo de la ciudad de Nueva York.
Patrice se sentó en la platea alta. «A mí ya me va bien, Patsy —pensó—. Estás siendo demasiado atenta» sobre todo en tu caso, zorra más que zorra.»
La observaba desde el otro lado del pasillo y unas cuantas filas por detrás. Qué momento tan delicioso, deseaba que la voluptuosa expectativa de la venganza se prolongara de forma indefinida. Salvo que también quería apretar el gatillo y salir del cine Westwood a toda prisa antes de que algo saliera mal. Pero ¿por qué iba a salir algo mal?
Cuando Adrien Brody apuñaló a Joaquín Phoenix se levantó tranquilamente de su asiento y se dirigió al pasillo de Patrice. No vaciló ni un solo instante.
—Disculpe. Lo siento —dijo, y se dispuso a pasar por su lado; en realidad, por encima de sus piernas desnudas y delgadas, que no eran demasiado impresionantes para ser de una mujer tan importante en Hollywood.
—Dios mío, mire por dónde va —se quejó, lo cual era típico de ella, siempre tan desagradable e imperiosa.
—No será exactamente a Dios a quien verás a continuación —bromeó, y se preguntó si Patrice había captado la bromita. Probablemente no. Los directivos de los estudios no captaban las sutilezas.
Le disparó dos veces, una en el corazón y otra justo entre los ojos desorbitados y vacíos. No existía la noción de «demasiado muerto» para un psicópata como aquél. Probablemente Patrice sería