Y el paraíso era el mundo, y el mundo era el paraíso.
Y en el principio aquellas criaturas fueron niños felices jugando en las faldas de los montes, niños que corrían a refugiarse de los reatos en las cuevas, arropados por la honda calidez de la tierra, cobijados por canciones muy antiguos que ella susurraba a través de la roca. Y jugaron en los charcos que esperaban su alegría después de las tormentas. Y bebieron aguas cristalinas que se derramaban por manantiales recién nacidos, y sus ojos brillaban al distinguir guijarros y peces confundiendo sus colores en los lagos. Y yacieron en las noches calmas sobre la hierba, contemplando las estrellas, atentos a los cuentos que contaban los cielos. Y probaron todos sus frutos buenos que los brazos de los árboles les entregaban sin mesura. Y corrieron felices por praderas vírgenes. Y miraron pasar el mundo en forma de nube como una película blanca con fondo azul. Y no es que no enfermaran, pero sanaban con el beso de las hierbas. Y no es que no lloraran, ni temieran, pero eran consolados y abrazados por una razón superior que unificaba lo que dolía y lo que agradaba en el entendimiento de lo trascendental.
«Éste es el recuento de los tiempos únicamente divisados por las intuiciones del alma, los tiempos en que todo estaba inmóvil, los tiempos en que no había ni hombres, ni palabras, ni tiempo. Este es el principio de todas las historias, la página en blanco donde un día todo estuvo en silencio, todo en calma…» | Yolanda Ramírez Michel