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Sandra Broa

No sé si tirarme al tren… o al maquinista

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Francamente, no entiendo a Bridget Jones. ¡Los treinta años son una edad fantástica! Sigues siendo lo suficientemente joven como para poder salir de fiesta y hacer el tonto sin que nadie te mire raro, pero a la vez eres lo suficientemente mayor para que te tengan que tomar en serio cuando quieres. 
Tienes el culo más caído, vale… eso es verdad. Pero también tienes más claro lo que quieres, tienes más seguridad en ti misma, más independencia económica y además eres una soltera de amplio espectro: ¡puedes ligar con hombres de prácticamente todas las edades! Para los maduritos, eres una apetecible yogurina llena de vida, y para los veinteañeros, una interesante mujer experimentada. 
Para mí, esta última ventaja, es la más interesante de todas. Sobre todo teniendo en cuenta que poco antes de cumplir los treinta años lo dejé con mi novio, con el que llevaba siete años saliendo y cuatro viviendo juntos. 
Mis amigas solteras me habían advertido un montón de veces de lo mal que está el mercado, de lo difícil que es ligar, de lo estrechos que son algunos tíos y de lo rápido que se encoñan otros… Yo pensaba “¡Qué exageradas! ¡No será para tanto!”, pero cuando empezamos a salir de fiesta, me di cuenta de que el panorama no era como ellas me lo habían pintado… ¡¡ERA MUCHO PEOR!! El que no era bipolar, te quería presentar a sus padres el segundo día de conocerte, o era frígido, o te dejaba de hablar a días alternos, o te decía que se estaba reservando para el matrimonio, o ¡yo que sé! 
Mis amigos se meaban de risa cuando les contaba las cosas que me pasaban el fin de semana. Decían que algo raro tengo que hacer, porque parece que tengo un imán para los trastornados. Y yo les contestaba "¡Que no solo soy yo! ¡Que a las demás les pasa lo mismo!". Y ellos siempre me decían «Pues chica, será que tú lo cuentas con más gracia, pero yo nunca le he oído a nadie que le pasen unas cosas tan raras, y mucho menos tan a menudo». 
Es verdad que la gente que me rodea siempre me ha dicho que debería escribir un libro. No tanto porque sea un despiste con patas y siempre esté provocando situaciones absurdas (que también), si no porque soy capaz de contar cualquier situación cotidiana como si fuera una aventura fantástica. 
En aquella época no había un solo domingo en el que no se me abrieran diez ventanas de chat preguntándome qué me había pasado ese fin de semana. ¡No daba abasto a contestar a todo el mundo! 
Llegó un momento en el que incluso me planteé escribir un boletín el domingo por la mañana para mandárselo a todos a la vez, y así no tener que escribir lo mismo por la tarde diez veces. 
Hasta que me dije: «Quizá si que debería escribir ese libro. Está claro que el contenido y la expectación ya los genero».
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