—¿Lo dice en serio? —preguntó.
—Hablaremos de eso más tarde —replicó Leo, que estaba sentado a horcajadas en el alféizar de la ventana, agarrándose del marco—. Por el momento, quiero que te sostengas del lado de la casa y pongas el pie en la cornisa; con cuidado.
—¿Lo dice en serio? —repitió ella.
Leo no daba crédito.
—Por el amor de Dios, Marks, ¿tienes que hacer gala de tu testarudez justo en este momento? ¿Acaso quieres que me declare delante de un coro de prostitutas?
Catherine asintió con la cabeza enérgicamente.
—¡Vamos, cariño, díselo! —exclamó una de las chicas.
Las demás siguieron su ejemplo, entusiasmadas.
—¡Venga, querido!
—¡Ánimo, guapo!
Harry, que estaba justo detrás de Leo, sacudía la cabeza lentamente.
—Si tiene que servir para que se baje del techo, díselo, maldita sea.
Leo se estiró todo lo que pudo.
—Te amo —dijo escuetamente. Entonces se fijó en la imagen menuda y trémula de Catherine, y notó que le subían los colores y que su alma se abría con una emoción más profunda de la que jamás habría imaginado que residía en su interior—. Te amo, Marks. Mi corazón te pertenece por completo; y, por desgracia, todo lo demás también. —Hizo una pausa, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas, que, si bien solían salirle con tanta facilidad, en aquella ocasión cobraban una trascendencia particular—. Ya sé que no soy un buen partido, pero te suplico que, aun así, me aceptes. Porque quiero hacerte tan feliz como tú me haces a mí. Quiero que construyamos una vida juntos. —Le costaba mantener el tono de voz firme—. Por favor, Cat, ven conmigo, porque no podría vivir sin ti. No tienes que amarme si no quieres, ni ser mía. Tan sólo déjame ser tuyo.
—Oooh... —suspiró una de las prostitutas.
Otra se enjugó los ojos.
—Si ella no se lo queda —anunció, sorbiéndose las lágrimas—, ya lo haré yo.