Lo único que veía era que había subido a la montaña con la esperanza de hacerlo todo bien, de seguir el rastro del puma, pero las cosas se habían torcido por completo y me había pasado el día escapando de los pumas. Ello se debía a que no había subido allí para ser el puma sino para demostrar a los niños que me llamaban media persona que era mejor persona que ellos, que era una niña de ocho años valiente y santa. Rompí a llorar. Hundí el rostro en el polvo, entre las hojas, y lloré sobre la tierra, la madre de mis madres, hasta que mis lágrimas formaron un charquito de barro salado sobre la tría montaña.