Tom tenía sólo diez años. Sabía poco de la muerte, el miedo, o el terror. Le muerte era una efigie de cera en un ataúd cuando Tom tenía seis años, era el bisabuelo, como un gran buitre caído en su jaula, callado, llevado, un bisabuelo que ya nunca le diría cómo ser bueno, y que nos haría breves comentarios sobre política. Le muerte era su hermanita una mañana de sus siete años, cuando despertó, miró en la cuna, y vio que ella lo miraba con unos ojos ciegos, helados, azules y fijos hasta que vinieron los hombres a llevársela en una canastita. La muerte era un día, cuatro semanas más tarde, cuando se detuvo junto a la alta silla de su hermana y comprendió de pronto que nunca estaría otra vez en la casa, haciéndolo reír y llorar, y poniéndolo celoso. La muerte era el Solitario, invisible, que iba de un lado a otro y acechaba detrás de los árboles, esperando en el campo para venir al pueblo, una o dos veces al año, a estas calles, a estos lugares donde había tan poca luz, y matar a una, dos o tres mujeres en los últimos tres años. Eso era la muerte..