n aquellos días, lo acuciante de la vida cotidiana (la falta de dinero) era el motor de sus reacciones más espontáneas, pero también manifestaba regularmente el deseo de que yo estudiase, de que llegase a más que ella, pidiéndomelo casi por favor No quiero que te pases la vida currando como un desgraciado igual que yo, que me equivoqué de medio a medio y lo lamento y me quedé preñada a los diecisiete años. Y luego he currado como una desgraciada y ahí me quedé y no he hecho nada en la vida. Ni viajar ni nada. Me he pasado la vida fregando en casa y limpiando la mierda de mis niños o la mierda de los viejos a los que cuido. He metido mucho la pata. Creía que había cometido errores, que se había cerrado el camino, sin pretenderlo de verdad, a un destino mejor, a una vida más fácil y más cómoda, lejos de la fábrica y de las preocupaciones continuas (o más bien de la angustia permanente) por no administrar bien el presupuesto familiar; un único paso en falso podía significar que no se pudiera comer a fin de mes. No se percataba de que, por el contrario, su trayectoria, lo que ella llamaba sus errores, encajaba en un conjunto de mecanismos completamente lógicos, casi dispuestos de antemano, implacables. No se daba cuenta de que su familia, sus padres, sus hermanos y hermanas, e incluso sus hijos, y casi todos los vecinos del pueblo, habían tenido los mismos problemas, que lo que ella llamaba errores no eran, en realidad, sino la más acabada expresión del desarrollo normal de las cosas.