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Edward Bunker

Little Boy Blue

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    Michael Mann en Heat (1995)
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    Mientras hay vida, hay esperanza. No me rendiré. La historia no ha terminado…»
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    Y vestiremos los más elegantes, pero elegantes con trajes de angora del puto Hickey-Freeman, y con zapatos de cocodrilo.
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    Wedo prefería no dar más golpes hasta que empezara a escasear el dinero o la droga. Prefería pasar el tiempo metiéndose y dormitando en el hotel o motel, y salir a comer una o dos veces al día, normalmente comida rápida grasienta en algún restaurante sucio. Aunque había pasado la mayor parte de su adolescencia tirado en celdas, lo que debería haberlo preparado para la vida sedentaria, se inquietaba. Ni siquiera los libros conseguían proporcionarle una vía de escape de las fuerzas que se quejaban en su interior, un escozor irritante, un ansia sin un objetivo concreto, una rabia ante algo indefinido. En ocasiones dejaba a Wedo dormitando y salía a dar un paseo por el barrio o a ver una película, aunque las películas, al igual que los libros, no conseguían mitigar su vaga insatisfacción. En Preston, pensaba que todo saldría bien, incluso estupendamente, en cuanto resucitara. No resultó cierto. La realidad era deprimente y solitaria. Cuando fumaba marihuana, no conseguía disfrutar, solo aumentaba su soledad y su inquietud. Dado que gracias a la acción y al peligro conseguía olvidar su depresión, o su ansiedad, o lo que fuera que sentía, instó a Wedo para que realizaran más robos. Wedo solo se arriesgaba cuando sentía a la bestia llamando a su puerta, por así decirlo, solo cuando le faltaba dinero para pagar por un techo o la heroína. Además de sentirse acosado por sus enredos internos, a Alex no lo satisfacían aquellos robos precarios. Quería un coche propio y cualquier otra cosa que se le antojara. Le gustaba la sensación de tener dinero en el bolsillo, eso le daba opciones que aliviaban parte del remolino de sensaciones negativas. No se contentaría simplemente con salir más a menudo, estaba listo para enfrentarse a golpes mayores que licorerías, gasolineras o farmacias. Por su parte, Wedo consideraba que los lugares pequeños resultaban más fáciles y seguros
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    La casa era pequeña y barata, pero era un hogar por el que alguien se preocupaba
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    Mientras conducía el enorme automóvil en la noche con la radio retransmitiendo canciones sentimentales, la furia inicial de Alex oscilaba hacia una mezcla de melancolía, soledad y una nostalgia incipiente, pero esos sentimientos no constituían una agonía real sino que eran más bien agridulces, el dolor del anhelo, no de la desesperación. En ese momento en particular y bajo esas circunstancias, estaba harto de su guerra perpetua contra el mundo, una guerra que llevaba luchando desde antes de tener palabras para articular la idea, una guerra que, al principio, en la niebla de sus cuatro años de edad, fue una rebelión instintiva contra ser abandonado en casas de acogida y escuelas militares. Ahora en cierto modo entendía su condición de proscrito, lo entendía más de lo que lo harían adultos comprensivos. En unas semanas cumpliría quince años y ya era un apartado, un leproso de la era moderna. No tenía familia, los fríos calvinistas de los que había huido hacía horas desde luego no eran su familia. Había acumulado un largo expediente del que no podría escapar. Sus opciones estaban gravemente truncadas de antemano. Pertenecía a los bajos fondos y le habían cerrado con llave la puerta al otro mundo. ¿Qué padres dejarían que sus encantadoras hijas salieran con él? Aunque no se enfrentó a la realidad directamente en su cabeza, y aunque había otros fuegos y otros anhelos pendientes de sofocar, el dolor principal se lo provocaban las ganas de encajar en algún sitio, de querer y ser querido. Esa era la verdad irreducible. Encontraría a Wedo y formarían un equipo si Wedo quería, no porque fuera su elección sino porque no se le ocurría otra cosa que pudiera hacer. Wedo era un yonqui y Alex había escuchado suficientes historias para mostrar recelos y prejuicios en cuanto a los yonquis, pero Wedo era Wedo, a quien conocía hasta el fondo de la lealtad y amistad verdaderas. No importaba si Wedo no era perfecto y prácticamente analfabeto, era un amigo leal. Aceptaría felizmente a Alex como compañero. Hiciera lo que hiciera para mantener su adicción, sabía que Alex se apuntaría al carro.
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    Cabrones como tú me han jodido bien —dijo Alex ahora que el camino estaba despejado—. Debería… Pero que le den. Sueltas todas esas mierdas pero luego no tienes huevos cuando la cosa se pone fea. Llama a la puta policía. Ya me habré largado.
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    La declaración no fue un pensamiento meditado sino un acto reflejo, una reacción inicial. Desprendía miedo. No dudaba de que Alex iba en serio.

    —Si estoy loco es porque hijos de puta como tú me volvéis loco.

    —No sabes lo que haces.

    La ira lo desbordó, casi cegándolo.

    —¡Cógelo, marica! —le soltó refiriéndose al cuchillo de carnicero—. A ver si puedes apoyar esa mierda que sueltas por la boca. Te sacaré el puto corazón y te lo haré comer.
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    Cuando la verdad caló en el hombre —que aquel esbelto delincuente menor de edad estaba realmente dispuesto a luchar a muerte con un cuchillo—, el adulto palideció. Aquello quedaba fuera del reino de su entendimiento
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    Sin dejar de hablar, el hombre se lanzó hacia adelante en un movimiento tan repentino que hizo que Alex se estremeciera en un acto reflejo y que lo ofendiera aún más. Estalló por haberse acobardado. Sus valores ya equiparaban el miedo con la debilidad y la cobardía
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