Supongo que una parte de mí deseaba que, al meter la llave en la cerradura, la puerta diese como por arte de magia a una casa distinta, una vida distinta, un lugar tan lleno de luz por la alegría y la emoción que cuando lo viese por primera vez me quedaría cegada por un momento. Me imaginaba la expresión que captaría en mi rostro el equipo de rodaje de un documental cuando contemplara ante mí aquel mundo completamente nuevo, como en los programas de mejorar casas que le gustaba ver a Reva cuando venía a la mía. Primero, me estremecería de sorpresa, pero luego, una vez que me acostumbrase a la luz, se me abrirían muchísimo los ojos y resplandecerían de admiración. Dejaría las llaves y el café y deambularía por la casa, daría vueltas con la boca abierta, conmocionada por la transformación de mi piso sombrío y gris en aquel paraíso de los sueños cumplidos. Pero ¿qué aspecto tendría en realidad? Ni idea. Cuando intentaba imaginarme aquel sitio nuevo, lo único que se me ocurría era un mural cursi con un arcoíris, un hombre disfrazado de conejo blanco, una dentadura postiza en un vaso, una rodaja enorme de sandía en un plato amarillo; era una extraña predicción, quizá, de cuando tuviera noventa y cinco años y perdiera la cabeza en un geriátrico en el que tratasen a los residentes ancianos como si fuesen niños deficientes. Ojalá tuviese esa suerte, pensé. Abría la puerta del piso y, por supuesto, todo seguía igual