Abordar la relación que los escritores españoles mantuvieron con la televisión durante el franquismo es darse de bruces con dos paradojas: la de que la modernidad podía estar representada por quienes ya poco significaban en el cambio literario que se estaba produciendo en los años sesenta y setenta del pasado siglo (Pío Baraja, Galdós, los clásicos, los poetas de referencia como Machado o Juan Ramón Jiménez, Unamuno en el teatro…), y la de que quienes venían modulando esos cambios en el ámbito literario estuvieron casi siempre de espaldas al medio más representativo de dicha modernidad. Un medio capaz de llegar a más personas en una sola emisión que las obras completas de esos escritores a lo largo de muchos años, y a través del cual se iban alejando los españoles de la fanfarria nacionalcatólica gracias a un telefilme extranjero, por aquí, o a un personaje de Armiñán y Marsillach, por allá. Más que el cine, la literatura o la prensa, la televisión fue la gran pista de aterrizaje de los nuevos modos, costumbres e ideas para la mayoría de los espectadores de ambas décadas.
Es claro que la televisión del franquismo fue una televisión manipulada por todos sus poros, desde la información a los programas culturales y literarios, propagadora de la mentira y muda con la ignominia, pero no fue monolítica. La modernidad, sinónimo también de crítica frente a la realidad social y el conformismo imperantes en nombre de una razón que había sido abolida con la Guerra Civil, además de apelación a la tolerancia, se fue introduciendo allí a rendijazos. Los espacios de Armiñán, Marsillach o Ibáñez Serrador, el documentalismo de la segunda mitad de los sesenta, las recreaciones de textos literarios clásicos con algún contemporáneo de guinda, cier tos guiones originales acreedores de premios internacionales, fueron manifestaciones de ello en la primera cadena de TVE.