Como las pinturas de Andy Warhol que deliberadamente imitaban una impresora defectuosa, fuera de registro, con el paso de los años las rebabas se convirtieron para mí en lo más valioso de esos juguetes, hechos por una tecnología imperfecta, vendidos para ser mejorados por el cliente. “Si alguna vez sientes que un texto tuyo es impecable, agrégale un defecto”, me dijo Augusto Monterroso en su inolvidable taller de cuento. A veces, siento que hay una rebaba en un pasaje literario, una impureza que lo altera, pero no lo daña y lo vuelve entrañable en un mundo donde sólo lo irreal aspira a ser perfecto.