El gran Gatsby

Hay una cosa segura, más segura que ninguna:
los ricos hacen dinero y los pobres hacen… niños.

Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

«Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».

«Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».

Ponte el sombrero de oro, si la impresionas así;
y, si sabes saltar alto, salta por ella, que exclame:
¡Mi amante, buen saltador, el del sombrero de oro,
tienes que ser para mí!

—¿No dijiste que un mal conductor sólo está seguro hasta que se encuentra con otro mal conductor? Bueno, pues yo me encontré con otro mal conductor, ¿no? Quiero decir que, si me equivoqué tanto, fue por mi propio descuido.

No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

«Sólo existen los perseguidos y los perseguidores, los activos y los cansados».

Gatsby es el negativo de Tom y Daisy Buchanan, que basan su esplendor en la herencia, la familia y la riqueza siempre renovada de los antepasados: Jay Gatsby se inventó su nombre, huyó de sus padres, de su historia familiar y personal, liquidó su pasado para recuperar el pasado o, mejor, el pasado soñado, fiel sólo a los propios sueños, con la valentía o la temeridad suficientes para creerse capaz de realizarlos.

Entonces repican las campanas y el narrador, Carraway, recuerda la azarosa lista de invitados a los bailes de Gatsby y suena como la lista de los muertos que Jorge Manrique recitaba en las Coplas a la muerte de su padre.

Tanto Gatsby como Buchanan persiguen a las mujeres de otro, dos mujeres con nombre decorativo, de flores, la margarita y el mirto, Daisy y Myrtle.