Ivan me sostuvo entre sus brazos y siguió abrazándome todo el tiempo, mientras yo dejaba salir cosas que ni siquiera sabía que tuviera dentro. Tal vez solo fueran unos minutos, pero, teniendo en cuenta que no había llorado más que dos veces en los últimos diez años como mínimo, era más probable que pasásemos media hora fuera del restaurante, ignorando a la gente que entraba y salía. Que nos miraría o no, pero qué coño nos importaba. Él estaba conmigo.
Cuando los hipidos amainaron, cuando por fin empecé a calmarme y sentí que podía respirar de nuevo, uno de los antebrazos que tenía cruzados en perpendicular a la columna se movió. La palma de la mano de Ivan se deslizó hasta la base de mi espalda y comenzó a ascender trazando uno, dos, tres, cuatro, cinco pequeños círculos antes de reemprender el mismo camino abajo y arriba.
Detestaba llorar, pero no me había percatado de que detestaba aún más estar sola. Y no iba a analizar más de lo debido que Ivan fuera quien me reconfortara, que fuera la persona que me entendía mejor que todas las que estaban en el restaurante.