Se sorprende usted: en semejante espacio tan razonablemente organizado, acotado, trazado, calculado, medido, ¿hay algún resquicio para la espontaneidad, para una «locura»?, ¿dónde está el delirio, dónde la ceguera del deseo, l'amour fou que idolatraron los surrealistas, dónde está el olvido de sí? ¿Dónde quedan todas estas virtudes de la sinrazón que han formado nuestra idea del amor? No, aquí no tienen nada que hacer. Porque Madame de T. es la reina de la razón. No de la despiadada razón de la marquesa de Merteuil, sino la reina de una razón dulce y tierna, de una razón cuya misión suprema es la de proteger el amor.