Sigo llevando la cuenta de los días hasta que dejo de saber cuántas veces he visto pasar a la enorme esfera carmesí. Por más días que cuente, el sol sigue cruzando el cielo impávido sobre mi cabeza, pero los cien años no se suceden. Contemplo ensimismado el musgo que se ha ido formando sobre la piedra redonda y me asalta la sospecha de que quizá la mujer me ha engañado.
Entonces, de debajo de la piedra veo brotar, curvándose en dirección hacia mí, un tallo verde. En un instante se alarga de un modo insospechado, me llega hasta el pecho y se detiene. El tallo vibra ligeramente y, en el extremo, se forma un capullo luengo y delgado cuyos pétalos se abren en todo su esplendor mostrando el blanco algodonado de un lirio. Su fragancia permea en cada rincón de mi cuerpo. Del distante cielo caen gotas de rocío que hacen que la flor se incline por su propio peso. Estiro el cuello y beso los blancos pétalos cubiertos de fresco rocío. Al alzar la vista al cielo veo que solo hay una estrella brillando al alba. En ese instante me doy cuenta:
—Ya han pasado cien años