Premio es también la desaparición de un sufrimiento, por ejemplo del miedo. Spinoza interpreta así el éxito del Estado: «El fin del Estado no es dominar a los hombres ni obligarlos mediante el temor a someterse al derecho ajeno, sino, al contrario, liberar a cada uno del temor, a fin de que pueda vivir, en lo posible, en seguridad, es decir, a fin de que pueda gozar del mejor modo posible de su propio natural derecho de vivir y de actuar sin perjuicio para sí y para los demás. El fin del Estado, digo, no es convertir en bestias o en autómatas a seres dotados de razón, sino, por el contrario, hacer que sus mentes y sus cuerpos puedan ejercer sus funciones con seguridad, y ellos puedan servirse de la libre razón y no luchen los unos contra los otros con odio, ira o engaño, ni que tampoco se dejen llevar por sentimientos inicuos. El verdadero fin del Estado es, así pues, la libertad» (Tratado teológico político).
La estrategia para utilizar los premios es la promesa. El poder –dice Jouvenel– se rehace siempre con promesas. Cuanto mayor es el margen entre los deseos del hombre y la realidad de su existencia, mayor espacio hay para las promesas. El poder resulta así beneficiario de los deseos y carencias de aquellos a quienes quiere subordinar.