—¿No cree que es una equivocación —Miranda continuó ferozmente, retornando a su diatriba y dirigiéndose a él—, que no pueda hacer compras en cierta tienda simplemente porque soy una mujer?
Él le sonrió perezosamente.
—Miranda, hay ciertos lugares donde las mujeres no pueden ir.
—No pretendo entrar en uno de sus preciosos clubes. Solamente deseo comprar un libro. No hay nada remotamente inapropiado en ello. Es una antigüedad, por Dios Santo.
—Miranda, si ese caballero es el propietario de esa tienda, puede decidir a quién venderá y a quién no.
Ella cruzó los brazos.
—Bien, quizás no debería ser consentido. Quizás debería existir una ley que diga que los libreros no pueden impedir la entrada a las mujeres en sus establecimientos.
Él le levantó una irónica ceja.
—¿Usted no ha estado leyendo a esa Mary Wollstonecraft, o sí?
—¿Mary quién? —preguntó Miranda con una voz distraída.
—Bien.
—No cambie de tema, por favor, Turner. ¿Concuerda o no con que debo comprar ese libro?