Estamos en Nueva York, en 2001, durante el periodo de calma que transcurrió entre el desmoronamiento del boom de las puntocom y los terribles sucesos del 11 de Septiembre. Silicon Alley es una ciudad fantasma, la web 1.0 está en plena edad del pavo, Google todavía no ha salido a Bolsa y a Microsoft aún se la considera el Imperio del Mal. Es posible que ya no corra tanto dinero como en el momento álgido de la burbuja tecnológica, pero lo que no escasean son timadores que pretenden arramblar con algún trozo de los restos del pastel. En ese Nueva York, la joven Maxine Tarnow tiene una pequeña agencia de investigación de delitos económicos y se dedica a perseguir a estafadores de poca monta. Maxine investiga las finanzas de una empresa de seguridad informática y a su consejero delegado, pero las cosas se complican. No tarda en verse metida en líos con un camello en una lancha motora art déco, un perfumista profesional obsesionado con la loción para el afeitado de Hitler, un matón neoliberal con problemas de calzado, «elementos de la mafia rusa y varios blogueros, hackers, programadores y emprendedores, algunos de los cuales empiezan a aparecer muertos en extrañas circunstancias.