A lo
largo de la historia ha habido dos grandes tendencias a la hora de conseguir
las tropas para entrar en guerra: utilizar ciudadanos, como, en general, fue el caso del Imperio romano y la mayoría de los países después de la
Revolución Francesa, o recurrir a mercenarios, como hicieron Aníbal y las
ciudades italianas del Renacimiento. La aparición de los modernos mercenarios
se produjo al final de la Segunda Guerra Mundial, con la desmovilización de los ejércitos de masas. Millones de antiguos soldados intentaron retomar su vida civil. Muchos de los que no lo consiguieron, o ya no les gustaba,
buscaron empleo en la vida militar: bien como voluntarios a sueldo, bien como
modernos soldados de fortuna, que se ofrecían para emplear sus conocimientos
técnicos —como los aviadores y marinos— en tareas de asesoramiento o para
desempeñar funciones puramente militares. Fue la época en que surgieron
muchos de los mercenarios franceses, británicos y belgas que actuaron durante
el proceso de descolonización de las décadas de los sesenta y setenta. Las antiguas potencias coloniales, para salvaguardar sus intereses comerciales,
particularmente en África, se sirvieron de ellos para luchar contra los movimientos de liberación nacional. Después, continuaron con acciones
esporádicas en algunos conflictos armados hasta que, en 1989, con el fin de la Guerra Fría, fueron desplazados por el fenómeno de las empresas de seguridad. En la actualidad, al mercenario clásico lo han sustituido
compañías militares privadas tipo Blackwater. Frente a la discreción con que
se actuaba a mediados del siglo XX, muchas de ellas disponen de portales en Internet y de servicios de relaciones públicas destinados a la prensa y a
futuros clientes. El soldado de fortuna ha pasado a ser algo así como un subcontratado, sin la aureola existencialista, aventurera y legendaria de aquellos viejos guerreros a sueldo que luchaban en parajes exóticos