Retrato de mi madre

Cortaba de ese modo el cordón umbilical que me unía al rancho, quemaba la nave, derribaba el puente.

Nunca me lo dijo, pero creo que su corazón nunca dejó de pertenecer a mi padre.

Aquella vez me quedé a su lado sólo por amor.

Cuando una ocasión propicia la ponía en trance de explicar su estado, decía que odiaba la luz y que había encontrado un consuelo en la penumbra de su casa.

Después ha olvidado los números, la escri­tura y también, un poco, la lectura. Con frecuencia la he encontrado en una labor dolorosa, intentando descifrar mis artículos.

Pasó su niñez en el rancho. Cantos de aves, flores silvestres, debieron darle la primera lección de belleza y de amor. Y el mar que en todo ha de estar presente, la primera lección de infinito.

Lo que un día dije de las tehuanas y juchitecas que caminaban en verso, que su andar era la poesía del movimiento, me lo sugirió ella.

He oído decir que fue, durante su primera juventud, la más bonita mujer de Juchitán. Era, dicen, como la flor del pueblo.

Cuando he preguntado su edad, me ha res­pon­dido que al ocurrir el cólera del 83, era ya ­gran­decita. Con este dato, he deducido su edad. Si en 1883 tenía cinco años, que es cuan­do ya se puede tener memoria, ahora irá teniendo se­senta años.

Agua para beber y agua para contemplar en su fondo ondeante, no nuestros rostros interrogantes sino un paisaje que se entrelaza y desenlaza en vibraciones y centelleos: mujeres, hombres, niños, burros, bueyes, vacas, nubes, un árbol llameante en un llano quemado —el tiempo y sus apariciones. Agua de la memoria.