En Los brasileros se habla de astrología, de espiritismo, de la Pomba Gira, del sapo dorado, de amigas, de novios, exnovios, de la encrucijada de los ex de los ex, de qué significa nacer un 31 de diciembre. También, de la genealogía de las ciudades donde nacieron los chongos que conoce Ramón, el protagonista, quienes –como la alegría— no solo vienen de Brasil: Venezuela, Colombia, Paraguay, Argentina, la Patria Glande latinoamericana.
Se habla de la tortuosa soledad de quien sufre por la mirada ajena; juzgarse y sentirse juzgado eternamente. Esas –como apuntó Lemebel— “cicatrices en el alma que no podemos olvidar como el sexo, el buen sexo”.
Escribe el autor: “Tres cosas que todo gay debiera hacer antes de morir: bailar cumbia en una casa con calle de tierra, bailar un tema de Britney en el boliche con más mostras, y bailar un set de tribal, encuerada y transpirada, en una fiesta de musculosos”. A la par, la mostra que hay en el protagonista no deja de cuestionarse políticamente la Ciudad Esmeralda que habita en su deseo. Fiesta, sí. Deseo, también. Sufrir, a menudo. ¿Felicidad?, una meta.
“Al final no está tan bueno vivir como si fuera el último día”, reflexiona Matías, otro de los personajes.
Pero, ¿quién nos quita lo bailado?
Gustavo Pecoraro