Me contó un guitarrero
que una dulce razón hay en el hecho
de tocar la guitarra: es el apoyo
de su brazo en la curva
que entra a buscar el centro de la caja.
Ese leve reposo
de la carne concede
la explicación más vasta de la vida.
Yo alabé su certeza y vi más claro;
y pensé: cuando uno
no entiende nada, no comprende nada
de lo que pasa aquí, en las relaciones
entre el mundo y las cosas, el orgullo,
lucidez y piedad se desmoronan
como buscando un sitio que responda
al sueño que merecen
y justifiquen lo que se ha perdido.
Uno comprueba entonces
sin júbilo y sin pena, pero sí
con un poco de paz bajo la frente
que el lugar del sentido está en el centro
de lo que somos, una
especie de retorno a la primera
interrogación, una
dulcísima vuelta hacia el asombro.
De modo que mi brazo, en su descanso
—contaba el guitarrero—
me remite, sin duda, a lo que soy
y las cuerdas responden por mí mismo.