Esa exhortación, ese engaño, ese tono anónimo, ecuménico y claustral podía servir para cualquiera. En la última línea me abrazaba con afecto: una frase formal, un gesto inerte. Nunca nos abrazamos, ni habían sido costumbre entre nosotras las palabras de afecto. Su nota era, en cierta manera, un sermón, me atribuía ciertas cualidades y, a la vez, cierta inclinación a la destrucción. No conservé esas dos hojas como una reliquia, ni las desgarré en la inquieta y sombría primavera, arrojándolas al vacío. Durante algún tiempo me acompañaron en un bolsillo, luego se ajaron, el papel se estropeó, se rompió, la tinta se borró. Las palabras de Frédérique se encaminaron a la inhumación. Podríamos marcar ciertas palabras con una cruz y una etiqueta de inventario.