Este libro lúcido e intenso comienza con un padre que leía todo el tiempo y enseñó a la pequeña hija a lavarse las manos. Así la historia de esta niña seguirá un camino formado de libros y escritura: el Walden de Thoreau que le heredó la madre, El profeta de Yibrán, lectura constante del abuelo libanés, la libreta que ostentaba en la tapa la palabra Diario con letras doradas y que le dio su madrina, el pequeño escritorio de persiana, regalo de su tío, entre tantos y tantos libros y encuentros, como el del amigo estadounidense con el que selló su decisión de escribir a los catorce años.
La trayectoria vital de esta autora –que a los quince años de edad fundó un dispensario, empezó a usar anteojos y fue inscrita en Hacienda como “mecanógrafa de primera”— nos hechizará en su recorrido del México cotidiano e intelectual de buena parte del siglo xx y lo que va del presente, siempre de la mano de lectores privilegiados como su padre Emile Jacobs, o Augusto Monterroso y Vicente Rojo, amorosos compañeros de vida.
La vida de una escritora es inseparable de la historia de su escritura y su relación con la literatura. Así Bárbara Jacobs, la autora de Las hojas muertas, Lunas, La dueña del Hotel Poe, entre muchos otros libros, hace un recuento de su existencia entreverado con los libros, un registro de “la reflexión que se desprende de lo que recuerdo de mi vida de escritora, el significado que le doy ahora que me parece que mi camino se acerca a su final”, escrita “… no con el ánimo de quien da la bienvenida al mundo, sino con el ánimo de quien se despide de él, sonriente.