La cuestión de la “felicidad” en Nietzsche cobra centralidad curiosamente a partir de su lateralidad, como si se tratara de ese pensamiento lateral que aúna todos los tópicos nietzscheanos bajo la órbita del itinerario que nace desde la memoria y desemboca en el olvido. Las tensiones que se generan a partir de ese binomio, memoria-olvido, van vertebrando el derrotero de ese “hombre fuerte” que, necesariamente, ha de reír, bailar, valorar y crear. Asimismo, todo comienza con el golpe de la sospecha de aquel vetusto martillo, pero no todo golpe destruye, sino que también renueva y asienta los cimientos del peregrino, que, bajando de la montaña y aceptando su destino, vive el tránsito y el rito de la celebración vital. Por ello, habremos de proferir tipos de felicidad, no porque haya más de una, sino porque hemos de hacer referencia a epifanías de todo perspectivismo. La felicidad como virtud, la felicidad como razón, la felicidad como voluntad de poder y finalmente la felicidad como arte. Justamente esta última emparentada con la voluntad de poder, el eterno retorno y el regodeo instintivo de la vida. Así celebramos dentro de nuestra madurez a todo aquel niño que juega con los dados del devenir. Como también al hombre que es ahistórico y respeta la relación vida-historia.