Ahora, lo que a mí me sorprendía viniendo de Bruselas, donde había pasado mi niñez, era la velocidad con que las cosas en el trópico se van deshaciendo, se van usando, se van gastando, las cosas y las personas; la rapidez con que se oxida, se destruye y vuelve a la tierra todo. Como dije en alguna entrevista, se deja una herramienta algunos días recostada en alguna parte, después se oxida y ya se funde con la tierra. Habían hecho un intento de ferrocarril por ahí (este es un tema que vuelve en mi última novela: Un bel morir); y he visto –y lo digo en varios poemas– los rieles ya convertidos en una mancha ocre sobre la tierra. Entonces, esta destrucción de todo era sorprendente como una muestra de vida y, al mismo tiempo de muerte, ¿no? Pero muerte sin temor, sin una sensación de desaparición, sino de fundirse con ese mismo paisaje