había descubierto que ciertas propiedades de un objeto cuántico –como su posición y su cantidad de movimiento– existían de forma pareada, y obedecían a una extrañísima relación. Cuanto más precisa era la identidad que adoptaba en una de ellas, más incierta se volvía la otra. Si un electrón, por ejemplo, se ubicaba en una sola posición, con absoluta seguridad, quedando fijo en su órbita como un insecto atravesado por un alfiler, su velocidad se volvía completamente indefinida: podía estar inmóvil o desplazándose a la velocidad de la luz sin que hubiera cómo saberlo. ¡Y lo mismo era cierto al revés! Si el electrón tenía una cantidad de movimiento exacta, su posición se volvía tan indeterminada que podía estar en la palma de tu mano o al otro lado del universo.