México, fines del siglo XIX. Abelardo escribe sus recuerdos de juventud, ineludiblemente entrelazados con la intervención norteamericana de 1847. Atestigua el proceso creativo su esposa, una mujer liberal que cuestiona y motiva a Abelardo, y es uno de sus principales motivos para escribir. Es sabio lo que pasó entonces: la mitad del territorio mexicano pasó a manos del incipiente imperio; hubo episodios heroicos y episodios vergonzosos, próceres, arribistas, traidores. Pero también, en medio de la catástrofe nacional, vocaciones, voluntades y pasiones individuales, como la de la pareja que rememora y la del doctor Urruchúa, obsesionado por los gérmenes. Esta novela narra un pasaje negro de la historia nacional sin perder de vista a los que habitualmente son ignorados; en ella escuchamos a léperos, labriegos, intelectuales, curas: ciudadanos comunes en busca de un destino: En caso de que haya algo más después de la muerte, ¿qué juegos se jugarán en nuestro caleidoscopio, cómo se combinarán los colores, lo humores fríos y los cálidos, los sueños lunáticos y los mercuriales, los encuentros y los desencuentros.