Déjalo ir

Si sueltas un poco, obtendrás un poco de paz. Si sueltas mucho, tendrás mucha paz. Si sueltas completamente, alcanzarás la paz completa.
AJAHN CHAH

Soltar, en cambio, nos alivia de todo lo anterior. La mente se relaja y, libre de tensiones y de la energía que dedicamos a aferrarnos, sentimos una paz mucho mayor. Vemos las cosas tal cual son, despojadas de cualquier capa de miedo o ansiedad. Nos abrimos más al amor y a nuestros semejantes. Nos damos cuenta de que lo que buscamos cuando nos aferramos –seguridad, felicidad, alegría, paz mental– está ahí todo

En primer lugar, vivimos el presente, sin preocuparnos por el ayer o por lo que nos depare el mañana.

Quizá haya algo de verdad en ella, pero ¿cuánto le hemos añadido de nuestra cosecha? ¿Algún acontecimiento de nuestro pasado nos ha inducido a reaccionar de esta manera? Tal vez haya cuestiones pendientes que necesitemos explorar para encontrar la resolución o la curación.

Es posible que exista algún trauma de la infancia detrás de nuestra reacción. Cuanto más entendamos lo que sucede, menos probable será que las viejas heridas se reactiven en el futuro.

ción y su experiencia previa, se comporta exactamente como «debe» hacerlo. Nuestra creencia de que no debería comportarse del modo en que lo ha hecho no es sino parte de nuestra historia.

Es posible que exista algún trauma de la infancia detrás de nuestra reacción.

Es bueno amar y ser amado.

Desde la antigüedad, tanto las tradiciones religiosas orientales como las occidentales han reconocido que la práctica de soltar –que suele equipararse con la renuncia a las cosas de las que el ego pretende derivar algún beneficio– es el requisito indispensable para trascenderse a uno mismo y alcanzar el despertar espiritual. Los sadhus (ascetas mendicantes) de la India, los sufíes islámicos y los monjes budistas compartían esta práctica, al igual que algunos filósofos griegos de la antigüedad, como Diógenes, y los primeros eremitas cristianos conocidos como padres y madres del Desierto, cuyo estilo de vida y práctica evolucionaron hasta convertirse en la tradición monástica de la Edad Media.

Todos ellos sustentaban la creencia de que, para avanzar en el sendero espiritual, es imprescindible renunciar a los apegos con los que se alimenta el ego mundano: en especial, las posesiones materiales, pero también el hogar, comer en exceso, el bienestar, la sexualidad, las relaciones personales y la totalidad de los placeres sensoriales. La idea subyacente es que estas prácticas privan al ego

Suelta lo que no existe».

Y quizá empecemos a darnos cuenta de que no somos una mera persona, sino parte esencial e intrínseca de la evolución de la conciencia universal.