Muy vieja, tumbada, como si estuviera durmiendo, la perra recordaba la noche en que, treinta años antes, había visto a su dueño colgado de la encina torcida del cerro de la horca; y recordaba haber vuelto al pueblo y haber reunido a todos los perros en la plaza; recordaba haber esperado, pacientemente, haber esperado y, en el momento en que el bulto del gigante abandonó la venta de judas, recordaba haberlo seguido por calles oscuras, mal iluminadas por una noche estrellada. Allí, bajo la oscuridad de sus párpados, recordaba aquella noche de hace treinta años, recordaba su cuerpo y el cuerpo de los otros perros saltando sobre el gigante y derrumbándolo, recordaba el ruido envolvente de todos los perros gruñendo, recordaba la sensación de sus dientes al rasgar una oreja, sus dientes al arrancar un ojo, sus dientes al abrir un agujero en el cuello, al desgarrar una esquina de la boca. Recordaba el cuerpo del gigante completamente despedazado en el suelo, el sabor caliente de la sangre, recordaba el camino solitario hasta el Monte de los Olivos, y la noche; recordaba haber quedado tumbada a la puerta de la casa de José; recordaba haber oído llorar al niño de vez en cuando. Muy vieja, la perra esperaba a Salomón, como hacía treinta años había esperado al gigante.